miércoles, 31 de diciembre de 2008

SEXTA ESCENA

LOS SUEÑOS DE JOHN EL INMENSO
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Muchas madrugadas, cuando el Café de Zhivago se echa a dormir con sus mesas agrupadas y sus sillas patas arriba, John el Inmenso se enciende un cigarrito y se pone a escuchar música de películas. Y así, al socaire de la penumbra del rincón, abandona la barra y se da entonces un garbeo por el Paseo de la Fama buscando, en la acera, esa fulgurante estrella porque, lo tuvo siempre tan claro, también él es una Movie Star.
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Una estrella de cine que sueña que es William Holden bailando con… no sé si con Kim o con sus ojos, en aquella tibia noche de verano junto a la brisa del embarcadero.

O si no, se transforma en Bing Crosby y se echa a navegar con la nuca de Grace sobre su regazo ¡qué agradable sensación! mientras le canta esta preciosa canción al son de su acordeón.

jueves, 18 de diciembre de 2008

QUINTA ESCENA
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EL PIANISTA
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Camino del Café de Zhivago, ese local donde se respiraba tranquilidad nada más cruzar el umbral, a Macadamia le vino de pronto tal escalofrío, que parecía como si un esquimal le hubiera soplado en las ingles. Pero nada de eso, sólo fue un golpe de aire que le levantó la falda hasta la cintura justo al doblar la esquina desde donde ya se ve el Café y su peculiar marquesina.

Macadamia tiene los muslos como el atardecer, pero como el de un atardecer cubano si usted tuvo la dicha alguna vez de vérselos en verano. Macadamia te mira como gacela o pantera, según la mires de cerca o quieras besarla en la oreja. Cuando Macadamia se cruza de piernas, se nos aparece la virgen a todos los que soñamos con ella.

Pero aquella noche, cuando Macadamia estaba a punto de entrar, se dio cuenta en seguida de que allí pasaba algo inusual pues las vidrieras, demasiado empañadas, apenas si dejaban ver el sinfín de cuerpos que se agitaban moviéndose sin parar.
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Cuando Macadamia abrió por fin la puerta del Café de Zhivago, lo primero que oyó, amén del continuo murmullo y el chocar de los vasos, fueron unas notas de piano seguidas de una armónica que parecía contestarle y luego otra vez el piano. Sentado en su banqueta, dispuesto a cantar, un hombre a quien nadie conocía lo pulsaba buscándole las cosquillas.

- Parece ser que es un primo de Lady O´Callaghan que le pidió que viniera esta noche a cantar – medio gritó alguien entre el bullicio de la gente.

La barra era un hervidero hasta donde las manos se alargaban pidiendo una copa. Los cuerpos se apretujaban entre aquel marasmo de humo, de olor a cerveza y del aire fresco que se colaba cuando alguien irrumpía en el local. Como había hecho Macadamia que se quedó obnubilada ante semejante espectáculo. Fue entonces cuando el pianista empezó a cantar…

“ A las nueve en punto de un sábado, con el público de siempre, un anciano junto a mí se está follando a una Tonic & Gin. Me pide que le cante una vieja canción que no recuerda pero que me la tararea”

Un numeroso grupo de gente cantaba formando un gran anillo alrededor del pianista, brindando y acompasando con sus movimientos de vaivén el ritmo que marcaba el piano.

¡¡ Cántanos una canción – cantaban todos enfervorizados - tú que eres el pianista, cántanosla esta noche, necesitamos que tu melodía nos haga sentir bien !!

John el Inmenso, el barman del Café de Zhivago, orondo como un pelotón de playa, llenaba las copas de todos los que se le acercaban, incluso tuvo un segundo para darle fuego a la Marquesa de Culoplano que, con su coqueto mitón, encendió el cigarrillo entre sus sofisticadas manos. Ataviado con su pizpireta pajarita, John se miraba arrebatador en el espejo porque nunca se le olvidaba que su ambición había sido siempre la de ser una estrella de cine.
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Entre las alegres chicas del Café con sus vestidos de lunares, igual hay una que vierte un poco de alcohol sobre alguien que se excedió, como que hay otra que interpela a D. Tomasín, alto funcionario del Catastro, sobre qué mascarones de proa prefiere, si los de ella o su compañera.

Chuloputas, marineros, alcaldes y navajeros, alcahuetas, notarios, poetas y boticarios, bomberos, artistas, republicanos y fascistas se enredan entremezclados en el merengue de su pasión y doble vida, bajo la tenue luz de aquella neblina.

¡¡ Cántanos una canción – volvían a cantar enfervorizados - tú que eres el pianista, cántanosla esta noche, necesitamos que tu melodía nos haga sentir bien !!

Fuera, hace un poco de frío, y hasta la rama más alta, del roble más alto del parquecillo de al lado, llega el murmullo de voces y las notas de la canción. Desde allí, mirando hacia el Café de Zhivago que parece de dibujos animados, el Búho con los ojos abiertos en la cerrada oscuridad, no se ha perdido detalle.

- ¿Y si luego, por ser yo tan poco honesto, me da por escribir sobre esto?

martes, 16 de diciembre de 2008


CUARTA ESCENA
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EL OTOÑO SE MARCHA
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Una ventolera arracimaba las hojas de los árboles contra la puerta de madera del Café de Zhivago, justo cuando la tarde caía.
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- Cada vez oscurece más pronto – se decía el Búho resoplando de frío y agazapando su cabeza por el viento que comenzaba a arreciar. En seguida vislumbró la inconfundible figura del escritor que destacaba iluminada a través de una de las ventanas del rincón. Los álamos se movían inquietos y se escuchaba con claridad el ruido que hacía la hojarasca corriendo y desperdigándose por todo el parque.
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Entró, saludó a algunos conocidos y en seguida ocupó una de las mesas dispuesto a escribir lo primero que le viniese a la cabeza.
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Vamos a ver... Cuando sólo falta una semana para que – chupaba el Búho su lapicero intentando arrancar el relato… – No, mejor….

Cuando apenas quedan unos días para que acabe el otoño, quiero decirles que nada como él, como el que se sube cada año a la chepa del verano para inundar de livianas hojas la ciudad. Hojas que como paracaídas de colores aterrizan sobre la alameda por donde suelo atajar cada día camino de casa. Recuerdo que una de esas mañanas se desmadraron tanto, que parecía que estuviesen de fiesta nada más enterarse de buena mano que ya se había largado el verano.
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- ¡Vaya, ya está cerrada la puerta! Pues tendré que darme la vuelta.

Nunca entendí por qué sigue habiendo gente a la que no le gusta el otoño y le deprime este entretiempo de reflexión y de cambio ¿Quizás porque nunca trataron de caminar un rato por entre esos árboles altos?

¿No te fijaste - recordé haberle oído decir una vez a la hoja de un roble – que me va con todo, me ponga lo que me ponga? Es que de esas camaleónicas hojas cuentan que se pintan ojos y labios, de ocre o de amarillo, y se van a corretear después formando alegres corrillos. Las rojas con pecas, las marrones y violetas, las nervudas y verdes marcarán de nuevo la moda en la Pasarela Cibeles.

¡Y pensar que hace apenas tres meses que vi caer las primeras! Las que rozaron mi hombro quedándoseme después prendidas en bandolera.

Nada como el otoño cuando está en imponente sazón, nada como sus atardeceres o como el aroma de esos árboles cuando acercas la nariz a sus húmedos troncos, nada como el sonido de sus hojas cuando al pisarlas suenan como si te dolieran pero, sobre todo, nada como entrecerrabas tus ojos cuando le volvías la cara al viento, abrazándote sin bulla, con ese gesto de frío y esa coquetería tan tuya.

Y es que cuando el otoño se va y las hojas dejan de volar, durante todo este tiempo, sólo queda en los parques melancolía y a veces... Polvo en el viento. Gracias Kansas.

TERCERA ESCENA
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LA INFIDELIDAD
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Era ya casi de noche cuando el director de pista de circo, con su melodioso timbre de voz, se acercaba hasta Lady O´Callaghan que tocaba su piano tranquila y relajada.

Entonces, como si fuera la cosa más natural del mundo, el director de pista se sentó a su lado y le habló de sus cuitas sin preámbulo alguno ni cosa que se le pareciese. Pero no de lo que le ocurrió aquella vez con la trapecista, que eso era ya de dominio público, sino de otra decepción aún mayor y desconocida, la que sufrió cuando era todo un brillante ejecutivo.

Lady O´Callaghan, mientras lo miraba comprensiva, intentó cambiar su melodía a otra más adecuada al tiempo que seguía escuchándole con respetuosa atención.

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- Aquella tarde, Lady O´Callaghan, yo sabía que ella aún permanecía en casa porque desde arriba me llegaba el inconfundible sonido de aquella cajita de música que le regalé. Era de la banda sonora de aquella famosa película de Claude Lelouch, y que se estuvo repitiendo en el salón durante algunos minutos, lo que nunca supe fue si como nostalgia o quizás por puro placer.

- Habíamos llegado pues al final con el sonido de sus tacones, el golpe de la puerta al cerrarse y el arranque del motor de su coche, seguido del crujido de los neumáticos sobre la gravilla del jardín de la entrada.

- ¿Mucho tiempo ya?

- Pasaron algunos años ya, Lady, algunos años... aunque no sé si muchos o pocos pero este sábado la he visto en televisión. Naturalmente me refiero a la película y no a María Antonia a la que no he vuelto a ver. Sin embargo sí me ha venido su recuerdo, me refiero evidentemente a la cajita de música, claro está, y no a María Antonia de la que no he sabido nada desde entonces.

- ¿Pero nada de nada? - le preguntó Lady mientras hacia una pausa con su cigarrillo y expelía con fuerza el humo hacia el techo.

- Yo le había comprado aquella cajita en un aeropuerto de regreso a casa. Era una cajita muy simple, sin ningún otro valor pero que me pareció una compra original. Además, aquella película siempre nos había gustado mucho a los dos, como también su música, claro.

- Bueno, pues nada más llegar y como ella no me esperaba, entré con sigilo y, dejando la cajita abierta sobre la mesa del salón, fui a esconderme tras la cortina. A la cuarta o quinta vez que la melodía sonó, María Antonia bajó toda sorprendida como preguntándose ¿qué es lo que pasa aquí? Pero fue verme y correr en seguida a abrazarme con aquella sonrisa tan suya.

- Fuera ya había cesado el viento, Lady O´Callaghan, lo suficiente como para, en el momento en que Antonia María me besaba con esa tierna dedicación, yo pudiera oír unos pasos cruzando diligentes sobre la gravilla del jardín de la entrada.

Entonces el director de pista, dando por terminado el relato, adoptó ese gesto de decepción que tan familiar le era. Lady O´Callaghan puso con amabilidad una mano sobre su hombro y, tras girarse de nuevo hacia el piano, pulsó las primeras notas de aquella celebérrima canción de Francis Lay.

domingo, 14 de diciembre de 2008

SEGUNDA ESCENA

ALLÍ SEGUÍA VARADA

En uno de los veladores del Café de Zhivago y bajo la tenue luz de su lamparilla, el ilusionado escritor que nunca quiso entregar sus trabajos al editor, escribía unas notas sobre un folio en blanco.

- Hola, buenas tardes – le saludaba al pasar un hombre alto y enjuto, muy pausado, y al que todos conocían como el Búho por esa mirada tan fija que adoptaba en cuanto algo reclamaba su atención.

De vez en cuando, el escritor miraba por el ventanal hacia la arboleda que se cimbreaba como si toda ella estuviese bailando un vals, y regresaba otra vez a lo que andaba escribiendo. Al rato…

- Bueno, pues más o menos esta es la idea, ahora sólo queda darle forma – se dijo mientras sacaba un lápiz rojo y volvía a los álamos que, efectivamente, le daban su visto bueno.

Siguió escribiendo unos minutos más y, tras apurar el café de la taza de un solo golpe, comenzó a leer lo escrito pero esta vez de corrido. Y así fue cómo le quedó.

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Una tarde de finales de septiembre cuando la mar, por querer estar siempre tan guapa, se pintaba los labios de oscuridad y de plata, iba yo hacia la playa cruzando por el embarcadero.

- Toc... toc... toc… – resonaban mis pasos en las entrañas de la madera.

Rodeé aquel Bar del Acantilado con su marquesina de siempre y su penetrante aroma a café y en seguida tomé por la veredita que bajaba. En esta época de principios del otoño, siempre me atrajo mucho la soledad que respiraba la playa. Paseando junto a su orilla y mirando las pequeñas olas que rompían con su pausado blad... chassss, blad... chassss, me daba cuenta al momento de que todo aquello seguía teniendo las hechuras de un paraíso, aunque no acababa de serlo, y eso tú ya sabes por qué.

Continué paseando hasta llegar casi a las rocas y allí seguía varada, sobre la misma arena, pero de forma diferente, ya no estaba desvencijada por los muchos años que llevaba de trote sino que la habían pintado de blanco y lucía una cara nueva pero guardando, eso sí y con su habitual discreción, los secretos que de nosotros sabía cuando, algunas noches de mayo y recostándonos sobre ella, nos miramos y nos quisimos tanto.


Entonces quise hacer lo que entonces hacíamos, me senté sobre la arena y apoyándome en ella me quedé mirando aquel cielo gris porque la luna, arreglándose con su habitual pachorra, no acababa de salir. ¡Qué serena tranquilidad y qué agradable brisa la que soplaba! Tanta que cuando hasta el silencio de la playa intentó decir algo, el blad... chassss... de las olitas, cruzando su dedo de espuma sobre sus labios, no le dejó ni hablar.

Y me vino entonces esa imagen tuya, la de los días de aquel final de verano junto a las rocas que se fue con tus ojos negros tras la frescura salada de tu boca. Cómo recuerdo aquellos instantes pero, sobre todo, la tibieza de tus piernas morenas bajo tu falda abierta vaquera y con las estrellas brillando trémulas... sobre la arena.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

PRIMERA ESCENA
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EL PIANO DE LADY O´CALLAGHAN
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En el Café de Zhivago existe un piano donde Lady O´Callaghan se sienta a tocar, con esa magia de carnaval, entre chascarrillo y confidencia que algunas gentes de por allí le cuentan.

Al Café de Zhivago acude gente de todo pelaje y condición, desde una marquesa que enviudó y se casó con Marie Brizard más unas gotas de azahar, hasta un jefe de pista de circo, un búho que aprende pronto por lo mucho que se fija, y un ilusionado escritor que nunca quiso entregar sus escritos a su ya fallecido editor.

Amén de meretrices, impostores, ejecutivos y defraudadores, gentes con un buen pasar, meapilas, mariconsones y otras hierbas del lugar. También artistas de teatro, esos a los que en su casa les espera siempre un gato, funcionarios, separadas y viudas de alto copete que, en cuanto te descuidas, te ponen en un tremendo brete.

Cuando a Lady O´Callaghan no le llega la inspiración, siempre hay alguien que se acerca y dejándole un cigarrillo sobre la tapa, da rienda suelta a una tierna perorata. Entonces Lady muerde el cigarrillo, entrecierra sus ojos y pone cara de que le escucha con atención.

El piano de Lady O´Callaghan es el confesionario de todos los que por allí se acercan a contarle sus tristezas y ella les pone de penitencia un chupito de ron y media copa de ginebra.

El jefe de pista del circo se confiesa con su voz de timbre único pero silenciando siempre lo de distinguido público. Al jefe de pista lo dejó la trapecista una noche en que su portor, después de un doble mortal, le mostró sus señas de identidad. El jefe de pista no se recuperó de la cabriola y, desde entonces, se baña en sus lágrimas como si fuesen olas.

La marquesa de Culoplano nunca conoció varón, pero en sus noches de largo desierto siempre tiene un instante para jugarse su flor al póker abierto. Cinco cartas, cinco dedos en la mano, pero sólo uno le recordó aquel verano, cuando a punto estuvo de besar las estrellas en compañía de su primo hermano.

Pero Lady O´Callaghan sigue cantando y esperando que alguien la lleve a la luna o que, en otras palabras, la quieran con ternura, por mucho que su piano sea el confesionario de todos los que por allí se acercan a contarle sus tristezas y ella les ponga de penitencia un chupito de ron y media copa de ginebra.