CUARTA ESCENA
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Una ventolera arracimaba las hojas de los árboles contra la puerta de madera del Café de Zhivago, justo cuando la tarde caía.
- Cada vez oscurece más pronto – se decía el Búho resoplando de frío y agazapando su cabeza por el viento que comenzaba a arreciar. En seguida vislumbró la inconfundible figura del escritor que destacaba iluminada a través de una de las ventanas del rincón. Los álamos se movían inquietos y se escuchaba con claridad el ruido que hacía la hojarasca corriendo y desperdigándose por todo el parque.
Cuando apenas quedan unos días para que acabe el otoño, quiero decirles que nada como él, como el que se sube cada año a la chepa del verano para inundar de livianas hojas la ciudad. Hojas que como paracaídas de colores aterrizan sobre la alameda por donde suelo atajar cada día camino de casa. Recuerdo que una de esas mañanas se desmadraron tanto, que parecía que estuviesen de fiesta nada más enterarse de buena mano que ya se había largado el verano.
Nunca entendí por qué sigue habiendo gente a la que no le gusta el otoño y le deprime este entretiempo de reflexión y de cambio ¿Quizás porque nunca trataron de caminar un rato por entre esos árboles altos?
¡Y pensar que hace apenas tres meses que vi caer las primeras! Las que rozaron mi hombro quedándoseme después prendidas en bandolera.
Nada como el otoño cuando está en imponente sazón, nada como sus atardeceres o como el aroma de esos árboles cuando acercas la nariz a sus húmedos troncos, nada como el sonido de sus hojas cuando al pisarlas suenan como si te dolieran pero, sobre todo, nada como entrecerrabas tus ojos cuando le volvías la cara al viento, abrazándote sin bulla, con ese gesto de frío y esa coquetería tan tuya.
Y es que cuando el otoño se va y las hojas dejan de volar, durante todo este tiempo, sólo queda en los parques melancolía y a veces... Polvo en el viento. Gracias Kansas.
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